Aunque los retablos hacen su aparición bastante antes del siglo XV, no es hasta el siglo XVI cuando empieza a desarrollarse aceleradamente hasta alcanzar su cenit entre los siglos XVII y XVIII. Pero un retablo no es simplemente un mueble que adorna una templo, es una muestra iconográfica plástica con fines educativos, y con un profundo sentido de la unidad litúrgica y dogmática que marcaba el concilio de Trento. Así pues, el retablo como mole arquitectónica, escultórica y pictórica es una creación profundamente hispana, que condensaba y reafirmaba por medio de las artes las mayores bases de la cristiandad, empezando de abajo hacia arriba por el sagrario y/o manifestador plagado de alusiones a la Santa Cena, pasando por la virginidad y purísima concepción de la Virgen María, corredentora de Almas y culminando con el Calvario como escena del sacrificio salvífico de Dios (foto 1). Pero, ¿por qué siguen siendo importantes los retablos?
Los retablos han sido y son el mueble religioso por excelencia, ningún otro ha servido con mejor propósito a la catequización del pueblo como lo han hecho esas moles que ocupan los presbiterios y altares de las iglesias. Por ello y por tradición hay que preservarlos y continuar con esa costumbre artística. Aunque los retablos son consideradas obras costosísimas, ni es una norma ni una obligación. Más bien se trata de entender que en función de los gustos, decoración y dimensiones, las cifras pueden variar considerablemente. Es decir un retablo de “manual” barroco tallado, dorado en su totalidad, con banco, entablamento, columnas o estípites y frontón, tiene un coste algo elevado por la cantidad y el precio de material, y por el coste de la mano de obra manual de la talla.
Pero no necesariamente debe entenderse por caro, ni necesariamente todos los retablos deben estar profusamente tallados. Una extensa proporción de los grandes retablos hispanos carecen completamente de talla, prevaleciendo una arquitectura cuidada, proporcionada y estudiada. Caso conocido es el del retablo mayor de San Lorenzo del Escorial (foto 2), el de la catedral de Córdoba o el de Santo Domingo el Antiguo de Toledo (foto 3). Este estilo sobrio llamado por algunos como estilo romanista que fue ampliamente desarrollado durante el siglo XVI y XVII, se volvió a imponer con la llegada del neoclasicismo a finales del XVIII, aunque en este caso más incentivado por la escasez económica que sobrevino tras la guerra de independencia y la desamortización eclesiástica posterior. Sea como fuere todos los artistas de los diferentes estilos supieron expresar con el mejor gusto e ingenio los cánones imperantes.
Pero un retablo no surgía del gusto del artista, el artista se debía someter a un contrato muy rígido y conciso donde el cliente especificaba características, madera, terminación, número de esculturas y/o pinturas, dimensiones y plazos de ejecución. Es decir muchas veces el artista se veía resignado a tener que sortear los criterios del cliente y de los demás artesanos, pues un retablo no salía de una sola mano, sino de un variopinto y surtido grupo de artistas dónde cada uno ejercía su labor sin solapar la de otro, ya que cada oficio se entendía diferente y el intrusismo profesional estaba seriamente penado. Normalmente un retablo contaba con la participación de varios artistas. Los arquitectos ensambladores eran los encargados normalmente de la ejecución de la traza, aunque los entalladores (tallistas) podían tanto trazar el proyecto como llevarlo a cabo. Los siguientes artistas en entrar en escena eran los pintores en caso de adornarse con cuadros y/o los escultores si contaba con esculturas. El último en intervenir era el dorador, que se encargaba de la policromía y/o dorado de los elementos decorativos y de las encarnaduras e indumentarias de las imágenes. Esto supuso que en muchos casos un diseño tenía varias manos distintas. En ocasiones las trazas aparecían sólo con la estructura y diseño del retablo, dejando en blanco las zonas de los cuadros y esculturas (que solían tener escritas la descripción de lo que debía plasmarse (foto 4), y en otras ocasiones aparecían con distintos colores, el diseño de la traza elaborado por el arquitecto ensamblador por un lado y sobre éstas la decoración pictórica o escultórica dibujada por el pintor o escultor (foto 5).
En casos curiosos que han sobrevivido a nuestros días esta superposición de manos se plasmaba mediante desplegables sobre el plano en papel, lo que permitía ver las trazas por un lado y la decoración por otro. Esto aunque facilitaba que cada artista supiera exponer en el papel su oficio adaptado a la mejor manera, llevó en muchos casos a pleitos entre artistas o quejas, o por no especificar el arquitecto ensamblador como había de ejecutarse la obra, o porque las trazas eran tan difusas y generales que el entallador no sabía como había de hacerlas por no ser el dibujo conciso y específico. Sin duda los retablos son obras de artesanía que lejos de ser anacrónicas, son necesarias, y contando con la tecnología del presente y la amplia variedad de materiales dónde elegir, abordar la construcción de uno no debe ser una empresa difícil, teniendo en cuenta dos premisas: la primera, hasta dónde podemos abarcar económicamente, y la segunda que diseño se ajusta a ese presupuesto. Hay retablos dignos y elegantes que carecen de columnas y demás caprichos, y retablos abigarrados que por plasmar todas las artes, el conjunto sólo ofrece una obra mal cohesionada y con elementos que no ligan entre sí. En Sadoc contamos con un equipo humano que sigue con la tradición de división de oficios según sus artes, lo que nos asegura una obra proporcionada, realista y fiel a los principios y manuales de la arquitectura que han reglado estos trabajados desde el siglo XVI.
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